Puentes
Puentes
-¡Dejá
ese libro de una buena vez! –el tono se parece más a un grito que a una
sugerencia. Las gafas bifocales me dificultan descubrir quién es el que habla.
Está parado delante de mí y espera. Alguna vez he visto ese rostro ajado que me
contempla entre enojado e impaciente, pero no puedo precisar cuándo ni dónde. ¿En
qué momento se ha metido en mi casa este hombre dispuesto a alejarme de mi
querido señor Darcy?
-¿Por
lo menos escuchaste lo que te pregunté? –insiste el extraño suavizando un poco
el carácter. ¿Acaso no se da cuenta que la música de la orquesta no me permite
escuchar nada que no sean palabras de amor? Tal vez no ha reparado en el
hermoso vestido de seda que llevo puesto para la ocasión. Lo que no entiendo es
qué hace esta mancha de sopa en mi pecho, ni por qué habré elegido precisamente
este modelo que recuerda tanto a un camisón. ¿Será el último grito de la moda?
Debo admitir que nunca estuve muy atenta a los dictados de su frívola tiranía.
-Te
pregunté si te acordás de papá. –repite el visitante como si yo pudiera saber
quién carajo es su padre. Advierto que es del tipo de persona que no acepta un
no por respuesta, así que opto por asentir, sonrío y digo que era una bella
persona. Cuando me consultan por gente que jamás en la vida escuché nombrar (cosa
que, inexplicablemente, sucede seguido estos días) uso esa frase porque no
importa cuán hijo de puta haya sido el mencionado, para la familia siempre fue un
gran hombre. De esa manera me dejan tranquila
para poder volver a mis cosas.
Intuyo
que si mamá está observando desde algún sitio, me va a regañar por ser tan
maleducada y no devolver al caballero la atención, indagando alguna frivolidad
acerca de su vida. Toda su esmerada educación queda sumida en una neblina
espesa en la que rebusco sin suerte al menos una frase hecha.
-El
viejo la tenía clara, siempre dijo que leías tanto que un día te ibas a quedar
a vivir en uno de tus libros. –No sé qué se supone que debo contestar a esa
acusación. Si se le ocurre averiguar si recuerdo al padre, voy a ser sincera y
le voy a responder que no, porque debe haber sido una persona horrible. Esta
vez voy a decir la verdad: que no sé quién es, ni me interesa.
-¿Por
qué parte vas? –Pregunta y aparenta verdadero interés, así que le muestro la
página. No soy ninguna tonta y sé que espera detalles de la acción que tenía
lugar cuando entró, pero lamentablemente no puedo describir qué sucedía, así
que acabo improvisando. Supongo, por la cantidad de personas que hay aquí, que
estaba en alguna de las reuniones en casa del señor Bingley. Es extraño que hayan
invitado tantos viejos, con lo aburridos qué son, pero sus razones tendrán.
-Te
falta poco. Cuando lo termines, ¿no te gustaría leer este? –Sugiere el muchacho
y me pone frente a los ojos a Moby Dick. Sin esperar respuesta, se sienta en el
sillón junto a mí, busca el primer párrafo y leyendo en voz alta nos sumerge en
un mar tan turbio como mi mente.
Tengo
miedo que mi atuendo no me proteja de este fresco viento de levante. Quisiera
buscar algo de abrigo, pero la tibieza del niño sentado a mi lado me impide
hacer un solo movimiento que rompa la magia del momento. Los hijos crecen tan
rápido que si me descuido, el día menos pensado lo descubro convertido en todo
un hombre.
Esta
tarde, tenemos más de cuatrocientas páginas y todo el tiempo del mundo para navegar
juntos hacia un horizonte de lucidez fugaz, con la esperanza de atrapar al fin
a la ballena blanca.
De una cosa tengo plena certeza: si esto no es la
felicidad, se le parece demasiado.
Comentarios
Publicar un comentario