Correr contra el viento.


El día que naciste, la nieve no caía del cielo, sino que el viento la arrasaba de lado, blanqueando la ciudad horizontalmente. Los lugareños, convertidos en figuras desdibujadas de un cuadro mal colgado, avanzaban a ciegas intentando orientarse en un mundo en el que la noción de arriba y abajo había quedado suspendida por tiempo indefinido.
El temporal era tal que el médico estuvo a punto de no asistir al parto. Sin esperarlo, te abriste paso con tenacidad hasta aplacar los aullidos rabiosos de la ventisca con berrido de huracanes recién estrenados.
Imitando a la brisa que se cuela entre los pinos, aprendiste a silbar. Montado en bicicleta, le jugaste carreras a las ráfagas más ágiles y sobre tu piel quedaron las cicatrices de las veces que la geografía te recordó que el cuerpo humano carga con la desventaja de tener peso y no es inmune a la fuerza de la gravedad.
Te lanzaste tras sus chiflidos y remolinos por senderos, montañas y ríos. Llenaste tus pulmones con el oxígeno patagónico más puro, refrescaste tu cuerpo en las más límpidas corrientes y dormiste debajo de árboles que no recordaban haber visto otro hombre. Y el viento veló tus sueños.
Les diste a tus retoños un soplo de vida y en tus brazos acunaste apenas un retazo de su infancia.
Luego, el cielo se puso celoso de esos ojos celestes que le quitaban majestuosidad. Las aguas envidiaron la limpidez de tu mirada. La nieve se sintió opacada por el brillo de tus pupilas.
Y reclamaron tu presencia junto a ellos.
El viento estuvo de luto y dejó que el silencio se adueñara del paisaje. Para qué correr desbocado si ya no tenía quién lo persiguiera ni lo buscara entre cerros y quebradas, montado en su bicicleta, silbando bajito.
Se hizo presente con una ráfaga tibia de otoño para llevarte consigo hacia las cumbres nunca exploradas de volcanes extintos. Desde allí, agazapado, espera la ocasión para lanzarse furioso sobre nosotros, apenas figuras desdibujadas de un cuadro eternamente mal colgado.
Cada vez que su beso helado me golpea la cara, me alborota el cabello y me cosquillea la nariz, te escucho claro gritándome al oído que allí te quedas. Que allí esperas. Que nunca te has ido.

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